Las cosas en general escapan a mi control. Y si es así tengo que dejar que las cosas sean.
Sin juicio, sin valor, sin hacer trampa. Ella sabía muy bien hacer trampa, la mayoría de las veces yo no me daba cuenta, era su mayor habilidad.
Pero precisamente las trampas eran mis mayores obstáculos. Ella se entretenía enredando mis sentimientos, asfixiaba el placer, no dejaba que el deseo se desenvuelva ni dentro ni fuera de mi cuerpo. Las cosas no podían ser.
Había un lugar donde yo, de alguna manera si no podía controlarla a Ella, por lo menos escapaba de su control y ese lugar era la voz. Este espacio liberaba las distorsiones que tensionaban en el interior. La voz era tierra franca, era zona deliberada, lugar de nadie o de todos los que la escuchaban, era expresión y ya no tenía dueño, sobrepasaba todo tipo de control.
Me gustaba cantar, así que busqué alguien que supiera darme clases y conocí
a una mujer que tenía un negocio de telas a pocas cuadras de mi casa.
Había sido una bailarina de vodeville muy reconocida en su juventud pero su vida estaba llena de desilusiones y se fue oscureciendo hasta abandonarse en la soledad de sus cuarenta años y un cuerpo marchito por la luces del éxito. Ahora sólo se dedicaba a cantar y a enseñar técnicas de afinación en su casa donde vivía con la compañía de nueve gatos.
Y me entregó una tarjeta de presentación sostenida por una mano temblorosa llena de anillos. Su nombre era Leia Disna.
lunes, 15 de diciembre de 2008
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1 comentario:
Che, vengo leyendo desde abajo,
muy bueno!
Marga me contó que se coparon con la idea de hacer la red, está quedando bárbaro!!!
No se olviden de juntar todo en un índice cuando terminen!
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